Arba Minch - Konso - Turmi; tribus Banna y Hamer
En un suelo que mantiene bien la humedad, las pequeñas parcelas de cultivos variados que encontrábamos de camino a Arba Minch se transforman en el valle en grandes plantaciones de plátanos, maíz, tef (cereal del que se obtiene la harina para preparar la injera, el pan ácimo local, como una crepa gigante, que es la base de la cocina etíope) y la versión local del repollo, salpicados de chumberas y de girasoles, cuyas pipas gustan de consumir tostadas.
Las carreteras y caminos son también la zona de paso o pastoreo de rebaños de vacas, cabras y ovejas que el conductor sortea hábilmente; al fin y al cabo, el ganado está en su casa y son los vehículos los que han de buscar un hueco en la carretera. Además de la música etíope que el conductor pone de vez en cuando, la banda sonora del trayecto es un incesante "¡¡Highland, Highland, Highland!!". Highland es una marca de agua embotellada y la letanía la pregonan niños de entre 5 y 7 años, algunos con un machete la mitad de largo que ellos, que corren descalzos por caminos pedregosos y bailan la danza del sur, batiendo ambas piernas al unísono, esperando conseguir una botella de plástico que usar de cantimplora mientras pastorean.
Por el camino también vemos cómo la gente lava y se lava en lo que queda de los ríos al final de la estación seca: muchos cauces secos por donde bajan las riadas torrenciales en los meses de lluvia. Y mujeres que acarrean enormes fardos de ramas y cañas y pesados bidones amarillos llenos de agua, y utilizan la piel de las cabras para hacer una especie de mochila. Se ven pocos hombres, pues trabajan en los campos, y algunos de los que cruzamos tienen la lengua verde de mascar hojas de chaat (caat en Yibuti), que dan energía y quitan el apetito.
Paramos a tomar un cafetito al estilo tradicional, preparado sobre un brasero de incienso y aliñado con ramitas frescas de tenadam ("cabeza de Adán", en amárico), una hierba que confiere al café un gusto entre cítrico y fresco, y continuamos hasta el pueblo de Konso, cuyo entorno natural es patrimonio de la humanidad, donde damos una vuelta por el mercado. Hay fruta, aguacates, sandalias, hilos de lana y rollos de lo que parecen fajines a rayas de vivos colores, apilados haciendo altas columnas, como hormigueros de arco iris. Y, al lado, en mitad de las esteras, un puñado de máquinas de coser a pedal donde algunos hombres cosen lo que parecían fajines a trozos de tela blanca, haciendo de un retal una preciosa y elegante toga.
Al volver al coche, pequeña sorpresa: no arranca y parece que hay que cambiar el filtro del combustible. Por fortuna, el conductor tiene la destreza suficiente para darle la vuelta al coche, no sin ayuda del puñado de muchachos que, curiosos, se habían arremolinado a nuestro alrededor, y aprovecha la pendiente cuesta abajo para dirigirnos al taller más cercano, a solo unos cientos de metros... hasta que alcanzamos un tramo horizontal y hay que bajarse a empujar (bueno, yo me reservo la tarea de ir a pie llevando el volante). Llegados al taller, la avería no era tal: tan solo hacía falta apretar el filtro y nos ponemos de nuevo en marcha.
Pasado Konso, el paisaje se llena de colinas salpicadas de acacias donde se cultiva en terrazas que pintan el suelo de mil tonos de verde. Justo después las colinas revelarán el valle del río Omo, inmenso y majestuoso, que alguna vez, hace miles de años fue un enorme lago o, al menos, un cauce de agua mucho mayor. Algo así me pareció leer cuando visitamos a Lucy: decían que los cocodrilos cuyos fósiles milenarios habían encontrado en la zona habrían necesitado para vivir una gran extensión de aguas profundas.
Nos detenemos en un hostal y bar de carretera al aire libre y comemos tibs, una especialidad etíope a base de injera y carne de cordero en caldo, especiada y deliciosa. Al volver al coche, mientras buscamos algo en una mochila, un grupo de niños se acercan, curiosos, para darnos las manos y jugar un ratito; curiosean, se ríen, hablan entre ellos y a nosotros, preguntan en inglés cómo nos llamamos. Mi nombre lleva desde que llegamos suscitando miradas de asombro y sonrisas de satisfacción: al parecer, en amárico mar significa "miel"... y con la miel fabrican su bebida alcohólica más característica: el tej.
Proseguimos la ruta y, ahora sí, conforme nos alejamos de pueblos más grandes, como Konso, entramos en territorio Banna y Hamer: lo revelan los adornos y ropas tribales, el torso desnudo que lucen ambos sexos, y las mujeres con el pelo en una media melena a rastas y teñido de rojo con arcilla (para dar color), incienso (como gomina y por el perfume) y manteca (para el brillo). Empiezan a aparecer altos cactus entre los demás árboles. La carretera empeora considerablemente y la garganta empieza a resentirse del polvo que entra por las ventanillas, pero a las cuatro y media de la tarde hace demasiado calor para cerrarlas todas. Y estamos en la estación más suave.
En Dimeka, la aldea de nuestro guía, paramos a hacer una pausa. La estructura urbana está presente: calles, policía, fuentes públicas de agua corriente, escuela, iglesia, hoteles... sin embargo, todo es increíblemente básico: las calles son de arena, al igual que el suelo de las casas, la iglesia es una choza, las habitaciones de los hoteles consisten en cubículos sin ventanas cerrados con puertas metálicas, la cocina es una choza con un hornillo de carbón y el váter me hace preferir esperar a hacer mi pausa en la naturaleza. Eso sí: la fiesta en el salón está en su apogeo y todo el mundo baila, ¡especialmente los hombres!
En busca de la tribu Hamer, pasamos por el poblado donde dormiremos esta noche, pero no hay casi nadie. Desde las últimas elecciones, la tribu, guerrera y muy crítica con el gobierno, ha de mantenerse ligeramente en la sombra. Además, parece haber un grupo de babuínos reincidentes intentando ponerse las botas con los cultivos de la familia y todos están en los campos haciendo guardia o cuidando el ganado.
Mientras llega la hora de recogerse y vuelven todos, avanzamos hacia Turmi, donde encontramos a parte de los Hamer recogiendo el cargamento mensual de grano que suministra el Programa Mundial de Alimentos. El guía nos explica que no se trata de ayuda humanitaria, sino de una retribución en especie por el trabajo de la tribu en proyectos de conservación ambiental y desarrollo. Hay que tener en cuenta que las tribus viven en poblados en la naturaleza y no en aglomeraciones urbanas y que su modo de vida, aunque básico y primitivo, es mucho más sostenible que el modo de vida urbano: la luz que los alumbra es la del sol o la del fuego, el agua que beben es la que recogen de los ríos en la estación húmeda o de los grifos sobre pozos o canalizaciones públicas en la estación seca, el alimento que consumen es el que obtienen de la tierra que trabajan y los animales que pastorean, la ropa que visten y las esteras sobre las que duermen es la piel de sus cabras y vacas, las herramientas y utensilios de que se sirven estan hechos de la madera de las acacias que pueblan sus tierras. Una de los Hamer con quien podemos dialogar un poco gracias a que algunos adolescentes han adquirido un nivel de inglés bastante decente, entre la escuela y los turistas, resulta ser la líder de proyectos de desarrollo de la tribu. Su nombre es Dovi y representó a su tribu en la última Conferencia sobre los Pueblos Indígenas que tiene lugar todos los años en Nueva York; durante unos días estuvimos a unos cientos de metros en la capital del mundo y un par de meses después nos conocemos en mitad del valle del Omo bajo. El mundo es un pañuelo.
Cada tribu habla su propia lengua o dialecto (los Banna y los Hamer son tribus emparentadas y comparten costumbres y una base razonable de sus lenguas) y vive según sus propias creencias y tradiciones, por lo que los esfuerzos del actual gobierno por promover el amárico como lengua común y enseñarlo en las escuelas se perciben como una amenaza para la diversidad cultural del país y dan lugar a enfrentamientos entre las tribus y las autoridades. Al momento de escribir estas líneas, los niños han dejado de asistir a la escuela porque el gobierno las ha cerrado como represalia por los enfrentamientos producidos tras las últimas elecciones, celebradas el pasado 24 de mayo, en que el gobierno logró casi el cien por cien de los sufragios... resultado muy discutido que con toda probabilidad se confirmará cuando se publique el recuento definitivo el próximo 20 de junio.
Después de una cena tempranera, volvemos al poblado antes casi desierto para sentarnos, a la luz de la hoguera y sobre pieles de vaca, con los miembros de la familia que nos acoge esta noche, visitar sus chozas y compartir el tej en una mitad de calabaza seca que hace las veces de cuenco. Todas las chozas permanentes son sólidas y las paredes están construidas con adobe y reforzadas con gruesas ramas a modo de pilares; la planta, circular y lustrada con adobe, se compone de una sola habitación, en algunas con un hogar para el fuego donde preparar las comidas; a un lado, más cerca de la pequeña puerta, duerme el esposo, y, al otro, duermen la esposa y el hijo pequeño que tienen. Hay un par de chozas más dentro del cercado que apenas adivinamos bajo las estrellas de esta noche ya cerrada; en una de ellas, dedicada normalmente a almacenar grano y utensilios, así como una enorme escopeta, nos instalan un colchón y unas sábanas, que completamos con una mosquitera de las que proporciona el gobierno para intentar reducir los casos de malaria. Todo un lujo cuya limpieza y buen mantenimiento echaremos de menos la noche siguiente en la casa de huéspedes de la aldea de Turmi.