Maputo
La primera, en la frente. No nos daba mucha confianza volar con LAM, pero no está el presupuesto como para demasiadas exigencias, así que después de la escala en Johannesburgo desde Tana nos encomendamos a Ícaro y a volar. Se ve que no era el buen patrono porque ya el aterrizaje es de traca. No lleva mucho tiempo, aunque sí dinero, sacar el visado mozambicano (muy serio, con foto y pegatina, y muy caro, en comparación con el malgache, que es un sello fechado a mano y gratuito), pero sí el suficiente para que al llegar a la cinta de equipajes solo quede la maleta de Ju. La mía está en paradero desconocido y en tres noches salimos para la playa. Estupendo.
La segunda, también. Reservamos un apartamento a través de un conocido portal de alquileres particulares y al llegar se nos cae el alma a los pies. Una vergüenza de sucio y cutre, pero lo peor es que no hay ni agua. Total, que pasamos la noche y al día siguiente, sin habernos duchado y yo sin muda siquiera, nos ponemos en marcha: buscar un albergue, comprar un número de teléfono local, llamar al aeropuerto para preguntar por mi maleta, hablar con la empresa que gestiona el portal, pirarnos de ese antro. El alojamiento en Mozambique es prohibitivo y en Maputo una habitación doble con baños comunitarios en un albergue "barato" cuesta lo que en Tana una doble de lujo con baño privado en un hotel boutique. Y lo de mi maleta solo lo podemos aclarar en una oficina del centro donde un empleado de lo más atento mueve Roma con Santiago y consigue averiguar que mi maleta llegó hace unas horas pero nadie nos avisó y que hay que ir a buscarla, en taxi, al aeropuerto porque la compañía no hace entregas.
Más allá de los contratiempos iniciales, lo que se nos pegará a la retina en Maputo será la impresión de una ciudad sucia, donde se acumulan las basuras en cualquier sitio, con obras a medio terminar, agujeros por todas las calles, aceras levantadas por doquier... parecida a Addis, con sus edificios de corte comunista, y con todo por renovar desde los 60 o 70, como en Tana, pero con un ambiente algo más caribeño por el sol, por ser un puerto de mar y por el carácter costero y abierto del país y su gente, aunque con rejas por todas partes en según qué barrios que no ayudan a aumentar la sensación de seguridad. Eso y el anonimato: nadie te echa cuentas por muy branquinho que seas y solo al salir del mercado de abastos se nos acerca un insistente vendedor ambulante; bastante agradable después de tanto "¡faranji!" y tanto "¡vazaha!".
Recuperados la maleta, la higiene y el optimismo, el tercer día nos ponemos a patear el barrio de la Baixa (el más cercano al puerto) buscando los pocos edificios y zonas que merecen una visita. Desde la catedral al ayuntamiento con vidrieras interiores que retratan carabelas portuguesas, pasando por un buen número de estatuas de Samora Machel, sucesor de Eduardo Mondlane a la cabeza del Frente de Liberación de Mozambique y primer presidente de la república una vez declarada la independencia de Portugal en 1975. Curiosos son la estación de ferrocarril, construida por un discípulo de Eiffel, que alberga trenes antediluvianos de factura italiana (operativos) y algunas antiguas locomotoras belgas (en exposición), y el antiguo fuerte portugués, pequeña construcción donde se exponen algunas fotografías y esculturas modernas e información histórica acerca del país y las tribus que resistieron y sucumbieron a la colonización.
Más tarde, caminando paralelamente al mar de camino al barrio bien de Polana, pasamos por un agradable parque con excelentes vistas a la bahía y acabamos en el Núcleo da Arte, una institución en la escena del arte contemporáneo mozambicano. Se trata de una suerte de cooperativa con una sala de exposiciones temporales y varios talleres donde un buen puñado de jóvenes creativos pintan, esculpen, beben y fuman no solo tabaco. Conversamos con el encargado y con uno de los pintores, que se define más como "representante", y admiramos algunas de las obras, realmente creativas y dignas de museo o adquisición. Es un rincón interesante y con mucha energía en el ambiente y de ella recargamos nuestra pila con unas cervezas en el bar del jardín antes de ir a cenarnos un buen pollo pilipili.
Cuando, a la mañana siguiente, tomamos el bus para Inhambane comprobamos que, al contrario que en Etiopía, en la estación de autobuses los vendedores ambulantes que inician su precaria jornada sin ser de día no se limitan a refrescos y aperitivos: aquí se puede comprar desde champú a gafas de sol pasando por barreños de plástico o detergente. A la vuelta de la playa, sin sueño, veremos cómo Maputo se extiende a lo largo y ancho de kilómetros y kilómetros de barriadas y polígonos donde cada cual se gana la vida como puede.
Diez días de playa y vida casera después, Maputo se nos queda en un paseo tranquilo durante el que descubrimos un simpático parquecillo y un restaurante portugués que promete. En el albergue, esa última noche hay una cuadrilla de campistas vascos, con sus buenos años ya, que en un periquete monta una sociedad gastronómica en la cocina, que huele a chopitos y almejas que no veas. Nosotros cenamos a base de quesos, pulpo y vino de Alentejo en el portugués que hemos descubierto en el paseo de la tarde, el último capricho antes de volver a ponernos en marcha hacia Tanzania.