Parque Nacional de Ranomafana
Visto que el tren tardó más del doble del tiempo previsto en llegar a su destino, retrasamos un día el inicio de la ruta de senderismo por el parque nacional de Ranomafana y nos lo tomamos con calma. Salimos a una hora normal por la mañana hacia Ranomafana y tenemos el resto del día para descansar y tomar algo con la pareja de holandeses que conocimos durante el descenso del Tsiribihina y están viajando también por su cuenta. Son bastante jóvenes, profesora y trabajador social, ambos trabajan en una pequeña ciudad y viven con bastante holgura; me hace pensar en la cantidad de jóvenes que, en mi país, no encuentran trabajo y tienen que marcharse al suyo, entre otros destinos.
La visita al parque de Ranomafana será una de las mejores experiencias de Madagascar. Los senderos atraviesan primero el bosque secundario y llegan después al bosque primario, que solo se alcanza después de una jornada de caminata, por lo que contratamos a una guía local, la primera mujer desde que salimos, para una visita de dos días con noche de acampada. La idea era usar una de las maletas como mochila para llevar la tienda, los sacos y las colchonetas que alquilamos en el parque, pero los modelos no son precisamente "compactos", en la maleta solo cabe un saco, que compartiremos abierto como una colcha, y las colchonetas y la tienda hay que asegurarlas al exterior con una cuerda. Con todo encima, pesa demasiado como para cargársela a la espalda de paseo y finalmente Ju accede a contratar un porteador que la llevará directamente al campamento.
Tras saludar a un pequeño camaleón que nos esperaba para darnos la bienvenida a la entrada del parque, vamos subiendo poco a poco hacia un mirador desde el que se ven el bosque tropical, la entrada del parque y el centro de investigación que acoge, y nos paramos a comer bajo una marquesina justo a tiempo de refugiarnos de la única lluvia que tendremos en el bosque. Por el camino vemos enseguida un grupo de lémures sifaka, de la familia de los indris, pero con cola, que no tienen el menor reparo en continuar con su rutina arbórea ante el desvergonzado escrutinio de un grupo cada vez mayor de homínidos bípedos armados de cámaras y binoculares. A los sifakas, que comparten el trono de Ranomafana con los lémures dorados del bambú, les sucede una triple bola de pelo gris oscuro que duerme entre las ramas, de la que una cabecilla adormilada surge preguntándose quién anda por ahí abajo pisando tanta rama y hojarasca con tan poca consideración a estas horas de la tarde; pobres lémures lanudos, es lo que tiene vivir de noche y dormir de día, aunque en nuestra defensa he de decir que para entonces ya solo somos nosotros tres y la guía, puesto que la mayoría de los turistas pasan solo medio día en el parque, así que tal vez es que estos lémures tienen el sueño un poco ligero, o igual es el padre montando guardia. Viven en parejas monógamas con su descendencia, por lo que la triple bola son los padres y un hijo, bien acurrucados y apretaditos.
Para nuestras delicias, los oteadores encuentran un grupo de lémures pardos de frente roja y nos adentramos por entre las intrincadas lianas y los troncos, por pendientes pronunciadas que la hojarasca hace bastante resbaladizas, para pasar un rato observándolos mientras se alimentan y se desplazan dando satos imposibles de unas ramas a otras. Además de darnos detalles muy completos acerca de las épocas de celo y cría de todas estas especies, la guía nos explica que, debido a su dieta rica en hojas y frutos y baja en agua, la mayoría de las especies de lémures han de bajar de vez en cuando al suelo para ingerir algo de tierra, cuya alcalinidad ayuda a digerir y neutralizar toxinas (a los lémures, dejemos las macetas de geranios vivir tranquilas). Y, tras una buena subida, una media bajada y un riachuelo que atravesamos por un pequeño puente, llegamos al campamento, bastante bien acondicionado e integrado en el bosque secundario. Allí montamos las tiendas y damos una vuelta antes de hacer la visita nocturna prevista. Como queda poca luz y las copas de los árboles son frondosas y tupidas, solo acertamos a distinguir las siluetas de tres, tal vez cuatro lémures que, a unos metros de las tiendas, están allá arriba haciendo la última comida antes de irse a dormir; o tal vez son lémures crepusculares o nocturnos que están en plena actividad, no distinguimos la especie, pero es mágico adivinarlos desde el suelo.
En marcha, armados de linternas y cámaras y bien cubiertos para protegernos de las diminutas sanguijuelas que ya han intentado meterse por donde no debían durante la caminata diurna, iniciamos nuestra búsqueda de bichos nocturnos. Enseguida encontramos camaleones, sobre todo muy pequeños y de un verde muy brillante; gran variedad de insectos, en particular insectos palo (¡mi hermano!), y gran cantidad de arañas, que parecen abundar en Madagascar, no solo en número sino en tipos, tamaños y hasta colores, aunque nos han dicho que lo único venenoso en la isla son algunos escorpiones; ranitas de vivos colores que dejan de cantar en cuanto acercamos un poco la linterna para intentar descubrirlas (aunque yo descubrí dos volviendo al campamento, mirándonos con enormes ojos, medio asustadas por haber sido descubiertas); y ningún lémur nocturno, porque los muy malvados son canijos (como el lémur ratón) y se esconden bien.
Sopita caliente y un paquete de aceitunas sevillanas, y pasamos una buena noche, más cálida y menos incómoda que de costumbre acampando (¿me estaré acostumbrando?). El objetivo de la segunda jornada, después de desayunar acompañados por una esquizofrénica mangosta roja, es encontrar a los lémures del bambú, al menos una de las tres especies que viven en el bosque de bambú gigante que acoge este parque. Y vaya si lo conseguimos: entre los altísimos y gruesos troncos de bambú damos primero con un grupo de lémures dorados que llevan a cabo su rutina de alimentación sin prestarnos más atención de la estrictamente necesaria y podemos observarlos desde muy cerca. Aunque no tan cerca como a los lémures grandes del bambú, que los oteadores tientan con unas ramas partidas: ni cortos ni perezosos ni asustadizos, bajan a por las ramas, se las suben a la altura de nuestros ojos y se ponen a mordisquearlas como cualquier niño con una caña de azúcar, mirándonos de vez en cuando con el buche lleno y masticando con la boca abierta, con cara de "mmm ta güeno, ñam ñam". Y así nos quedamos nosotros también: con la boca abierta y embobados sin poder creernos estar su medio natural y tenerlos a medio metro de distancia.
Cuando deciden irse a buscar más bambú por otro lado, proseguimos la caminata y vamos saliendo del bosque de bambú gigante y adentrándonos de nuevo en el bosque tropical primario por el que, subiendo y bajando, poco a poco llegaremos a la parada del almuerzo, junto a la piscina de una pequeña pero preciosa cascada escondida. Bastante más ligeros después de dar buena cuenta del pan y la mezcla de atún con tomate, que en Tanzania resultará un recurso bastante socorrido para los largos trayectos en autobús, continuamos ya en dirección hacia la salida del parque, un paseo de nuevo muy agradable, con la luz del sol filtrándose por entre las tupidas copas y la nostalgia de la tierra al oler las hojas quebradas de un naranjo silvestre. Granada, Sevilla, Córdoba y su perfume de azahar.
Aún tendremos la oportunidad de observar la vegetación y algunos insectos sorprendentes, como una polilla tan grande como la palma de mi mano, y, para concluir, un gecko grisáceo, como de 20 o 25 cm., con la cola aplanada y en forma de hoja, que vive sobre la corteza de uno de los árboles más abundantes del parque y se mimetiza con ella de tal forma que es imposible distinguirlo a simple vista si no se mueve, aunque sea un poco; alucinante lo que han hecho miles de años de evolución. Un broche increíble para dos días de paseo preciosos por el bosque de uno de los parques naturales más importantes y extensos de Madagascar.