Andasibe - Manambato - lago Rasoamasay
El desayuno es nuestra última cena con Jon, que continúa hacia el sur para ver las montañas y el desierto, mientras que nosotros nos dirigimos hacia el noreste en busca del indri y los lagos salados que dieron origen al canal de Pangalanes. Larga jornada de coche, qué novedad, con un descanso bastante pintoresco en el monasterio benedictino de Ambositra, donde ya no quedan monjes pero sí una de las escasas 20 monjas, ya mayor, que nos abre pausadamente la cancela, la tienda y hasta la iglesia, muy cuidada, de techos altos y espaciosa, con las paredes de ladrillo visto, sencilla y tranquila. Nos cuenta que la sede de la orden está en París y nos vende lo que veníamos buscando: un queso, el último, que durante algunos días paliará el síndrome de abstinencia de Julien. Buen país: buen foie, buen pan, buena repostería, buen queso.
Pasamos la noche, de nuevo en Antsirabe, en el que posiblemente será el mejor hotel donde pernoctemos en la gran isla, otra vez regentado por un extranjero, en este caso, ¡oh, sorpresa!, un francés. Andamos con el estómago y la cabeza algo revueltos de tanto coche y tanta curva, y mientras nos tomamos un té reparador cambiamos impresiones acerca del país. Nos cuenta que hace décadas que conoce bien la sociedad y la política malgaches, desde que vino para hacer el servicio militar en los setenta, y que ahora regenta el hotel junto con su mujer, oriunda de la isla. Nos habla de la corrupción rampante que, según dice, alcanza el 60 % del presupuesto de los proyectos de cooperación al desarrollo, y de los 5 km. de chabolas que se extienden hacia el este de Antananarivo siguiendo las orillas del río del que sus habitantes sacan el agua contaminada y sucia de la que beben y donde lavan y se lavan, y que veremos desde el coche al regresar a la ciudad desde el este para pasar nuestras últimas dos noches antes de partir. Un rato después nos deja y es el joven encargado, de exquisita profesionalidad y trato, quien acaba confesándonos que su jefe es excelente y un buen hombre, que entre él y su mujer llevan a cabo proyectos de rehabilitación de viviendas para necesitados, pero que la plantilla del hotel está plagada de parásitos que trabajan poco y mal a quienes hubo que colocar por ser familia de ella. La situación del país, reflejada en el funcionamiento de un negocio...
Al día siguiente, con el equivalente de la biodramina dentro y una jornada bastante más corta, llegamos temprano a Andasibe y descubrimos que el pueblo que da nombre al parque natural hogar del indri da auténtica pena. Cuatro casas mal construidas en dos calles sucias es todo lo que hay, por lo que la mayoría de los hoteles se concentran a lo largo de la carretera que bordea el bosque; y, como no hay otra cosa, son demasiado caros para lo que ofrecen. Son dos noches, es lo que hay. Con el trajín de querer encontrar una habitación decente y a buen precio (al final, optaremos por la decencia) se nos hace demasiado tarde para la visita nocturna, que dejamos para el día siguiente.
La visita al parque de Andasibe comienza ya en el hotel, al borde del bosque, desde donde se oyen nítidamente el canto matutino de los indris que se propaga entre las copas de los frondosos árboles y sale del bosque buscando la inmensidad donde perderse. Cada indri canta durante unos minutos cada día, por turnos en cada grupo familiar, para marcar su territorio o avisar de la presencia de depredadores; en época de cría, el canto es también un reclamo para encontrar pareja. El primer indri aparecerá bien pronto y no será difícil encontrarlo por el circo que lo rodea: entre 20 y 30 humanos sobreexcitados tomando fotos y un puñado de guías que reproducen grabaciones del canto de otros indri, a ver si este se anima y da una serenata para los turistas. La confusión en el rostro del pobre animal es patente y nos marchamos porque el espectáculo es bastante vergonzoso.
Por fortuna, el siguiente encuentro es más tranquilo. Hay ya algunos humanos observando un grupo de indris, pero se comportan como personas y no como cámaras fotográficas con patas. Los animales comen, se desplazan grácilmente entre los árboles y nos demuestran que para ser el amo de las ramas no hace falta tener cola. El indri es el mayor de los lémures y el único que no tiene cola; comparte hábitat con otras especies —algunas, como los sifakas dorados o los avahi lanudos, las veremos; otras, como los lémures ratón, minúsculos y nocturnos, no—, pero se reparten el alimento, el territorio o el horario de manera que no surgen conflictos entre ellas. Y, por fin, un grupo de indris para nosotros solos: cinco individuos alimentándose tranquilamente en las copas, pero no muy altos, a los que observamos plácidamente durante un buen rato. Cinco son muchos indris juntos porque tienen una cría cada dos o tres años y solo abandonan la familia cuando cumplen 8 o 10 años para buscar pareja y fundar su propio clan. Qué suerte y qué momento mágico.
El pequeño bosque tiene riachuelos y un estanque, y antes de salir tenemos la oportunidad de ver también aves, arbóreas y acuáticas, peces, lémures grises del bambú (¡la última que nos faltaba de las tres especies del bambú!), y, cómo no, multitud de arañas, algunas bastante grotescas y otras guays, como la araña-cangrejo, roja y con pinta de crustáceo, que solo se encuentra en Madagascar. Aún más arañas encontraremos por la noche al adentrarnos, linterna en ristre, en la pequeña reserva de Mitsinjo, amén de los consabidos camaleones y ranitas, pequeños y brillantes, un par de mantis, cría y adulto, alguna mariposa nocturna y —¡tachán!— un par de ojos rutilantes que nos llevan, por donde no debemos pero siguiendo al guía que quiere ganarse el sueldo, hasta un rincón recóndito donde se divisa otro par de ojos, ya son cuatro, que nos vigilan desde la oscuridad: lémures nocturnos no identificados. Los grillos alegran el paseo de vuelta por la carretera, bajo la luna, y aún tenemos tiempo de adivinar en una copa una pareja de avahis apretujados y medio dormidos. Andasibe es nuestra última "animalada" en Madagascar y, sumando el lémur que vimos por la tarde desde la terraza del hotel, no se nos ha dado nada mal.
El plan para los días siguientes es descansar en la orilla del lago Rasoamasay, en la intersección con otros dos de los lagos salados que salpican el canal de Pangalanes. El sitio promete ser paradisíaco y tranquilo y la llegada es más fácil y rápida de lo que pensábamos, desde Andasibe a Brickaville, donde es obligado alquilar un 4x4 porque el camino es, cómo decirlo, inexistente y tiene agujeros y zanjas del tamaño de un coche, y desde allí a Manambato, donde nos acoplamos a buen precio en una lancha que justo sale hacia los lagos y llegar así al hotel un día antes de lo previsto. Problemas de ocupación no hay porque el sitio está desierto, pero de estancia sí porque las cabañas están dejadas y el dueño cobra precios excesivos aprovechando que no hay absolutamente nada en los alrededores. Después de cambiar de cabaña huyendo de los ratones, que parecen campar a sus anchas por los alojamientos aunque a ellos no los veamos, pasaremos un par de noches más, más a gusto, y aprovecharemos la arena blanca, las aguas turquesas, el resplandor de la luna y la buena cocina, aunque regresaremos a Tana un día antes de lo previsto para tener algo más de tiempo en la capital antes de decir "Veloma" a Madagascar.