Tana
El regreso a Tana nos regala buenos recuerdos: dejamos el lago Rasoamasay al despuntar el día, con la luna ya baja, el sol rayando el horizonte y el principio de la calma del impresionante fragor nocturno de las olas del Índico, a solo una media hora a pie. El viaje se hace corto y entramos a la capital por el este, pasando por un estadio del tamaño de un canódromo donde todos los fines de semana se celebran multitudinarias peleas de gallos en que el personal se juega los cuartos al pollo más temerario.
Nos lleva un rato y unas cuantas llamadas encontrar un hotel, que después de un mes ya es temporada alta y la ciudad es un hervidero de turistas, y al final conseguimos quedarnos más o menos en la misma zona, sobre una de las colinas, no lejos del lago Anosy ni del Palacio de la Reina. Al callejear para entrar en la ciudad y llegar al hotel tomo consciencia de lo grande que es Tana, lo poblada que está y lo intrincado que es su trazado.
Queremos descansar y organizar las próximas etapas, en Mozambique y Tanzania, y el Café de la Gare se convierte en nuestro centro de operaciones. La antigua estación ferroviaria, de estilo eiffeliano, es digna de visitar, y el café —muy parisino, muy chic— es refugio de extranjeros y sofisticados locales que vienen (venimos) buscando la excelente conexión a internet, la buena comida y, por ser domingo, el abundante bufé de brunch. Lo que no tienen son buenos croissants, pero eso se arregla pasando por La Polinière para degustar las exquisitas palmeras y una repostería digna de la alacena de las monjas. ¡Qué contaminada está y qué fresco hace, pero qué a gusto se está y qué bien se come en Tana!
Con todo aparentemente listo para nuestra llegada a Mozambique, el día antes de marcharnos subimos por fin a la Rova o Palacio de la Reina, donde bebemos las vistas de la ciudad sobre sus 12 colinas sagradas y un muy buen guía que comparte el interés de Julien por el rugby nos explica los entresijos de la historia y la decadencia de la dinastía merina, única ocupante del trono malgache desde que, a finales del s. XVII, Ramboasalama, jefe de la tribu merina, unificara los clanes del centro de la isla y se asentara en la colina de Analamango, que en malgache significa "el bosque azul". Este color simboliza la perfección en la cultura malgache y desde esa colina el recién declarado rey gozaba de buenas vistas y acceso al resto de colinas sagradas, en cada una de las cuales se cuenta que tenía una esposa. Allí fundo Antananarivo, cuyo nombre significa "la ciudad de los mil" (arivo = mil) y hace referencia a la guarnición de mil soldados que defendían la ciudad y el trono. Y de tronos fue el juego de un tal Rainilaiarivony, que en el s. XIX se las arregló para asesinar al rey Radama II, nombrarse primer ministro, desposar a la viuda, Rasoherina, quien curiosamente murió bien pronto, casarse con la hija de esta, Ranavalona II, que también falleció extrañamente, y tomar por esposa a la sobrina de aquella, Ranavalona III, última reina títere, que acabó exiliada en Argelia cuando los franceses abolieron la monarquía malgache. Menudo culebrón, y no solo por los nombres.
Días grises y fríos estos últimos en Tana, aunque la ciudad nos sigue ofreciendo agradables paseos y deliciosa comida. Un mes en Madagascar a todo correr no es suficiente, la isla aún tiene mucho por descubrir y saborear y merecerá, algún día, una segunda visita para seguir explorando.
* Au revoir, Madagascar !