Tren Fianarantsoa - Côte Est, de Manakara a Fianar
Con solo un cuarto de hora de retraso sale a las 7.15 h. el tren de los miércoles que une la costa este de la isla con la segunda ciudad más importante del país. Como parece que la nueva locomotora de segunda mano garantiza la salida de hoy, Andry, nuestro conductor, reservó ayer los billetes en el único vagón de primera, cuya única diferencia con los de segunda parece ser el menor número de pasajeros. En teoría.
Ruedan una peli o un documental en el andén y el vazaha que maneja la cámara apunta a una de las puertas del vagón de primera mientras un malgache sube los escaloncillos recitando una frase que tendrá que repetir en varias tomas. Damos un paseo rápido para echar un ojo a la locomotora y, arreados por el silbato, nos apresuramos a subir y ocupar nuestros asientos.
Durante las ocho horas* que se supone que tarda el tren en recorrer los 170 km. hasta arribar a Fianar, tengamos en cuenta que hay que salvar 1.200 m. de desnivel, la banda sonora la ponen las conversaciones en malgache de los adultos, las risas o los llantos de los bebés (muchos bebés) en su idioma universal, el ruidoso traqueteo y la frecuente bocina, el canto tradicional de un chaval que pasa así algunos ratos.
A una velocidad de entre 20 y 30 km/h., las grandes ventanillas nos pintan cuadros fugaces de selva, arrozales, plantaciones de bananas, rafia o palmas de aceite, valles, cascadas, poblados sin seguridad para las vías, pasillos excavados en colinas con paredes tapizadas de helechos, 67 puentes, algunos coloniales, suspendidos sobre ríos pequeños y no tanto, 48 túneles negros como la boca de un lobo y otros tantos besos furtivos. Las vías, instaladas en los años 30, discurren en algunos tramos paralelas a la carretera, a cosa de un metro, y los lugareños detienen su actividad cotidiana para mirar pasar el tren durante unos segundos. Desde el exterior, los niños saludan invariablemente, vagón por vagón.
Se puede grabar el sonido, se pueden tomar vídeos y se pueden sacar fotos, pero hay cosas que aún no podemos capturar. He aquí el relato de los olores del tren Manakara-Fianarantsoa:
Óxido, suciedad y humanidad en la cola para pasar al andén.
Humo del combustible de la locomotora los primeros minutos de marcha.
Flores dulces con algo de menta y rocío sobre las hojas al adentrarnos en la vegetación.
Menta fresca en la primera parada, en mitad de un pequeño poblado.
Pan muy tostado al pasar por una aldea.
Eucaliptos a ambos lados de las vías, sobre todo cuando las ramas se frotan contra la chapa del vagón o se rompen algunas hojas al pasar por las ventanillas.
Pan, el que todos hemos comprado a los vendedores en la estación para ir comiendo por el camino.
Humanidad, tierra de los campos y ropa que necesitaría lavarse cuando dos o tres madres jovencísimas asaltan el vagón con un tropel de niñas de entre pocos meses y 15 años que se apretujan en medios asientos y de pie, solo para ser expulsadas de mala manera en la siguiente parada... hasta que algo cambia (¿un chico joven que sube paga?) y se quedan en el vagón.
Humo concentrado que entra por las ventanas bien abiertas al pasar por los túneles en medio de la negrura más absoluta de los vagones, cuyas bombillas se apagaron definitivamente hace largos años, hasta que una nenita de unos cuatro años enciende orgullosa la súperlinterna de su mamá. Miento: las lámparas se encenderán a la caída del sol.
Plátanos de las plataneras que a veces crecen (o plantan) al borde de las vías.
Rafia seca trenzada en forma de estera e hilada para hacer una escoba que transporta una de las jovencísimas madres a lo largo del pasillo con una mano, mientras con la otra sujeta el pequeñín que se aferra a su pecho descubierto mamando el segundo desayuno.
Frituras que nos ofrecen los vendedores ambulantes en la segunda parada larga, algunos de los cuales parecen churros bien gordos y sospechamos son plátanos rebozados, y el tufillo del plato de carne e hígado que circula esperanzado entre vagones.
Gambas fritas, cinco tipos de pimienta en grano y cayena en la tercera parada larga, antes de que suba la señora de los pollos piadores, las gallinas, los plátanos y las papayas.
Tierra mojada por una lluvia reciente en la cuarta parada larga. Justo antes, el inconfundible "perfume" que sigue de cerca al tropel de madres y niñas que se bajan y dejan paso a algún que otro gallo, que un niño de poco más de un año se pone a peinar, primero, y a golpear, después, con un plátano hasta que el bicho se harta y se revuelve. El gallo, digo. Manzanilla mezclada con la tierra mojada.
Pis (¿alguien se ha dejo la puerta del retrete abierta?) y el humo del cigarrillo del revisor.
Hojas y ramas del árbol que se subió al tren. Tartaletas de albaricoque y zumito a media mañana un rato antes. Mi piel calentándose brevemente al sol cuando se abre un resquicio en el espeso manto de nubes.
Rastrojos quemándose en una hoguera semienterrada.
Albóndigas en salsa de tomate, samosas, collares de cuentas y el tabaco de liar de Jon en la quinta parada larga.
Jabón de la camiseta de Julien de la última colada. Pan y quesitos de los bocatas de mediodía.
Hierbabuena de las enormes matas que lamen los vagones.
Polvo del poblado donde Julien baja a comprar plátanos, sin mucho éxito.
Galletas de mantequilla que compramos por la ventanilla en la siguiente parada, donde también venden bocadillos de albóndigas y choricillos a cuatro o cinco metros de donde pastan tres o cuatro cerdos. (Chiquillo cuánta elle.)
Hojas de banano cocidas en que se prepara una suerte de tamales que compra la gente en la última estación antes de que anochezca.
Cena que las de al lado llevaban en una cacerolilla; parece arroz o mandioca con algo de carne.
Humedad en el aire frío cuando cae la noche.
* Quince horas y harta desesperación después de partir, nuestro chófer nos rescata en la última parada, a 10 km. de Fianar, hasta donde el tren aún tardará otra hora en llegar. Reventados, devoramos una buena sopa y una pizza en uno de los pocos lugares que quedan abiertos a estas horas del sereno, llegamos a la hospedería donde nos alojamos con la cancela ya echada y las luces apagadas y nos vamos a dormir habiendo retrasado un día la ruta de senderismo en Ranomafana que íbamos a iniciar al día siguiente. Maldito tren de las narices.