Antsirabe - Ambalavao (reserva de Anja) - Ranomafana - Manakara - Fianarantsoa
El grupito de cinco se redujo a tres en Antsirabe, donde Jon, Ju y yo nos despedimos de Ju y Lisa, que terminaban su periplo malgache de nuevo en Tana, para explorar parte del sur y el este de la isla. La arquitectura tradicional va cambiando de Antsirabe a Ambalavao, hacia el sur. De nuevo encontramos la tierra roja y las terrazas de los primeros días, y las casitas de los labriegos en algún lugar elevado desde el que observar los campos sin inundarse, pero ahora las casitas pasan del adobe a los ladrillos, que utilizan también como ornamentos en las fachadas y alrededor de las ventanas, y los tejados pasan de las hojas secas a las tejas.
El camino, que empieza a criar curvas a la altura de Ambositra, empieza también a ser más verde pasada Ambositra, y se empiezan a ver también entre los bananeros ejemplares de un pariente que en malgache llaman el "árbol del viajero". En efecto, sus tallos contienen gran cantidad de agua potable y sus grandes y resistentes hojas igual sirven de cama que de paraguas que para improvisar un techo bajo el que pasar la noche. El árbol del viajero es el emblema de Madagascar.
Después de un día de carretera, la visita a la reserva de Anja, hogar de los lémures de cola anillada, es más que agradecida. La pequeña reserva no es un parque nacional, sino una iniciativa comunitaria de los lugareños para reactivar y diversificar la economía de la región homónima, y los guías son gente local que ha recibido formación de los guías nacionales. Media jornada de senderismo por el bosque, donde encontramos un numeroso grupo de estos lémures blanquinegros que mordisquean las hojas, se despiojan, duermen, o saltan de rama en rama mientras nos estudian, varios camaleones pequeños y verdes como el trigo verde y uno enorme, marrón y bien camuflado, que encuentro yo solita; junto a un lago, donde vemos cebús atravesar el agua y algún cocodrilo tomando el sol sobre una roca; escalando los riscos cuya cima nos regala unas preciosas vistas del valle, y caminando hasta la pequeña meseta desde donde se aprecian las tumbas horadadas bien altas en la pared de roca donde los ancestros enterraban a sus muertos junto con calaberas de cebús y otras ofrendas. La ruta concluye con una bajada muy empinada por la pared de roca y una última visita a los lémures, que a casi mediodía están haciendo las delicias de un grupo de teutones y algunos bajan de los árboles para posar descaradamente en las fotos. Los lémures, digo.
De nuevo en ruta para subir hacia el norte a Ranomafana, pasar la noche y bajar hacia el este hasta la ciudad costera de Manakara. Desde Ranomafana, sede del segundo parque nacional que visitaremos, se acabó la tierra roja y comienzan el bosque tropical y la carretera de montaña, que nos hará parar más de una vez para tomar el aire y disipar un poco el mareo (los años no pasan en balde, a mí antes no me afectaban tanto las curvas).
El ambiente electoral es más que palpable y recién llegados a Manakara se nos sienta al lado a comer en el hotely de rigor un buen puñado de "voluntarios" que dejan encendida la cinta y los altavoces de propaganda del camión desde el que venden humo. Llegan después pero les sirven antes, se ve que habían avisado porque son una tropa. Así llevamos desde que llegamos, con la cancioncilla pegadiza del partido en el gobierno sonando por doquier y los altavoces molestando en cualquier parte. Como en casa.
Manakara tiene poco que ver, en realidad estamos aquí para coger dentro de dos días el tren que conecta la costa este con Fianarantsoa, la segunda ciudad del país, con una locomotora que parece ser una reliquia y una experiencia curiosa que vale la pena. Pero tampoco vamos a dejar de rascar un poco en la superficie y, visto que el Índico tiene demasiado oleaje y que el sol desaparece detrás de las palmeras demasiado temprano para disfrutar la playa, hacemos una excursión en piragua para explorar el canal de Pangalanes. Construido por los colonos franceses aprovechando los lagos costeros que recorren el este de Madagascar desde Farafangana, hacia el sur, hasta Foulpointe, hacia el norte, a lo largo de 645 km., lo excavaron entre 1896 y 1904, en ocasiones dejándose la vida, los prisioneros malgaches cuya culpa fue oponerse al régimen colonial. "Pangalanes" los llamaban y ese apelativo reemplazó el nombre oficial del canal, cuyo fin era servir de vía fluvial entre los dos principales puertos de comercio hacia el este, Manakara y Tamatave, sin arriesgar los barcos a navegar la furia del Índico.
Ampliado tras la Segunda Guerra Mundial y renovado en los ochenta, hoy el canal no es navegable en todos los tramos, por barcos solamente en los lagos, y ha perdido su importancia comercial. La arena se deposita en el fondo, creando bancos, y en las orillas, estrechando su anchura, pero nadie se ocupa de mantenerlo. Y Manakara, otrora un puerto clave con gran tránsito regional e internacional, languidece entre instalaciones portuarias fantasmas, vacías y abandonadas y las piraguas de pesca y de turismo, las principales actividades económicas en la actualidad. Durante la visita de una jornada recorremos un tramo del canal entre los manglares, compramos a los pescadores lo que unas horas más tarde será nuestro almuerzo, hacemos parada en el monumento a los caídos por la independencia escuchando el escalofriante relato de la matanza de malgaches por los franceses en el aeropuerto de la ciudad, paseamos por un cementerio con tumbas de los soldados senegaleses que los franceses trajeron para aplastar la rebelión malgache (absurdos de la colonización), pasamos por un poblado de pescadores, y damos una vuelta por la playa, desde la que se nos ponen los pelos de punta al observar a los jóvenes pescadores que, retando al océano, empujan su piragua mar adentro y, literalmente, luchan contra el oleaje que una y otra vez los golpea, los hace volcar y vuelve a la carga mientras ellos achican agua con un plato y tienden las redes que volverán a buscar al amanecer. Vivir de la nauraleza es duro, pero cuando uno sale al campo al rayar el alba los que se quedan no se preguntan si volverá.
La historia, la política y las elecciones ocupan buena parte de nuestras conversaciones con el guía. Es el presidente de la asociación de guías de Manakara y está muy metido en el tema. Se queja de los tejemanejes, de la corrupción, de la falta de apoyo de la administración nacional para apoyar el desarrollo de la región y la rehabilitación del canal. Nos cuenta episodios incalificables, como cuando el alcalde, de un partido de la oposición, consiguió un proyecto de cooperación con La Reunión para reabrir el aeropuerto y el ministro lo invalidó y lo volvió a cerrar, no fueran a brillar con luz propia, o como cuando se cayó un puente bajo un camión de carga porque, después de obtener financiación del Banco Mundial y contratar a un ingeniero francés para rehabilitarlo, el proyecto misteriosamente se quedó sin fondos y a medias, pero el puente siguió utilizándose y nadie se preocupó de colocar un cartel de limitación del peso de los vehículos. Historias para no dormir que, a menor escala, recuerdan los trapos que seguimos teniendo que lavar en casa.
Al día siguiente, puntuales y aprovisionados para el trayecto y para los dos días siguientes de senderismo, y después de disfrutar de un precioso amanecer sobre el océano Índico, tomaremos el tren hacia Fianarantsoa. Sin entrar en detalles, que para eso dejo una nota que empecé con ilusión y terminé desesperada, no vale la pena. En absoluto.