Parque Nacional de los Tsingy de Bemaraha - Paseo de los Baobabs - Morondava
Encaje de piedra es lo que han hecho el agua y el viento con las rocas kársticas del Parque Nacional de los Tsingy de Bemaraha. En la boca del cañón del río Manambolo, alejados y protegidos del mundo por una única y pésima ruta de acceso, escondidos tras el bosque semicaducifolio que da cobijo y alimento a sus lemures, los tsingy se alzan varios cientos de metros, como almenas naturales, en una enorme extensión de terreno poco propicio para la fauna y la flora a excepción de algunos cactus y "patas de elefante".
El proceso geológico que ha dado lugar a estos altos y planos picos dentados, como hachas de piedra talladas de forma primitiva, empezó cuando lo que hoy es Madagascar aún respiraba bajo el océano. Al retirarse las aguas, la acidez de los organismos muertos que se depositaron en la roca, mezclada con la acción de la lluvia y el viento, fue corrompiendo la piedra hasta afilarle los bordes y perforarla dibujando troquelados que podrían servir de plantilla de algunos encajes de Brujas. Esos afilados bordes dentados son los que dan nombre al parque: en malgache, tsingy significa "de puntillas", que es como debían caminar sobre las rocas, descalzos, los primeros pobladores de estas tierras.
El parque ofrece dos zonas bien diferenciadas. Los Grandes Tsingy merecen por lo menos un día completo, aunque yo habría pasado dos entre ambas zonas, y está hecho para niños de todas las edades: desde la caminata tranquila pero exigente por el bosque y la búsqueda de lémures blancos hasta el último kilómetro por un secarral bajo un sol de justicia, aseguramos los arneses con los mosquetones a los cables de acero y subimos y bajamos escalones vertiginosos, atravesamos puentes colgantes, nos adentramos en cuevas y cavernas donde la única luz es la de las linternas y los únicos moradores son grandes mariposas nocturnas, y escalamos las afiladas paredes, haciendo buen uso de los guantes de ciclismo, hasta miradores imposibles que nos descubren la inmensidad de los tsingy hasta donde alcanza la vista. Increíble.
Al volver al hotel vaciamos dos vasos de excelente limonada y saludamos a nuestra compañera de habitación: la ranita del baño, que vive en el agujerito por donde se escapa el exceso de agua del lavabo y pasa la noche en el minúsculo alféizar de la ventana. Minúscula. Esta noche la acompaña una amiga de mayor tamaño aunque igualmente pequeña: es la ranita de la ducha (esta no sabremos dónde vive). Es la segunda vez que comparto baño con ranitas y no sé por qué me parece lo más natural del mundo. ¿Dónde iban a estar más a gusto?
Al día siguiente nos ponemos en marcha para conseguir un objetivo doble: llegar hasta Morondava, donde nos permitiremos un pequeño descanso de un día sin planes en la playa, y ver el atardecer en el Paseo de los Baobabs. Para llegar, tomamos de nuevo el bac de Bekopaka y volvemos a recorrer los 80 km. de pésima ruta (4 h.) hasta Belo-sur-Tairibihina. Para poder desembarcar en Belo hay que esperar a que salga otro bac que está atracado y, mientras, nos entretenemos mirando cómo desembarcan un cargamento de cochinos de una barcaza: uno a uno, lo bajan a la orilla mientras chilla como si fuera San Martín y, ya en la orilla, lo agarran del rabo y lo conducen al siguiente destino, que queda fuera de nuestro campo de visión. Angelicos.
Por el camino hacia Morondava, esta vez a plena luz del día, vamos pasando por poblados de côtiers y comprobamos la diversidad de la arquitectura tradicional malgache, que depende, como cabría esperar, de los materiales disponibles de forma natural. En el interior se aprovecha el ladrillo fabricado con la tierra roja de esas regiones, mientras que en la costa hacen uso de ramas para la estructura de las paredes, adobe para el relleno y paja para el tejado de las chozas unifamiliares de una sola planta rectangular. Nos llama la atención una mascarilla facial de color amarillo que llevan las mujeres durante el día; se llama masonjoany y está hecha de una pasta de la raíz de la planta del mismo nombre, y se cree que protege la piel del sol, la suaviza y cura las rojeces.
De Belo a Morondava vamos atravesando el país de los baobabs, con paradas obligadas a los pies del más viejo, el más grande y la pareja de "baobabs enamorados", cuyos troncos enroscados desafían la estética habitual de la especie. Altos, bien derechos, con un tronco grisáceo, tosco y resistente donde se camuflan bien las arañas y unas ramas cortas y horizontales que se concentran en una achatada copa, en esta época casi pelada de hojas, y parecen desdeñar la tierra que los alimenta y querer concentrarse en seguir subiendo hacia el cielo, en busca de alguna antigua deidad. Entre el matorral poco espeso, salpican la llanura estas "raíces del cielo", que así se llaman en malgache pues, en invierno, al perder todas sus hojas, sus ramas más bien parecen las raíces de un árbol plantado al revés. En esto no andan muy lejos de África los malgaches pues en Malawi cuenta la leyenda que algún dios, enfadado por los desmanes de los hombres, los castigó arrancando de raíz el árbol más bello de la Tierra y plantándolo al revés, escondiendo así su hermosa copa de los ojos humanos por siempre jamás.
Se diría que para compensar, esta región nos regala dos puestas de sol maravillosas, especialmente la primera. Pasados los estanques florecidos de nenúfares violetas, el sol se va despidiendo entre los enormes troncos y el reflejo de las copas en el agua se hace irresistible. Cuando, finalmente, el disco naranja desaparece, y con él todos los turistas, empieza la explosión de colores en una paleta imposible de amarillos, naranjas, rojos, rosas, violetas y azules con los que jugamos al contraluz cuando no los contemplamos boquiabiertos.
La segunda puesta de sol inolvidable tendrá lugar la tarde siguiente sobre el mar del canal de Mozambique, en Morondava, después de un fantástico día de playa y regada con un roncito de la tierra. Los mismos colores, sin el efecto mágico de la silueta de los baobabs pero con un mar en calma haciendo las veces de espejo mágico. Esa tarde, además, reflexionaré sobre el mal sabor de boca que me dejó el largo paseo por la playa en bikini, ya que a veces me siento tan a gusto que creo que estoy en mi casa, y no, y por la noche degustaré mi primera pierrade, de pescado, y me encantará ir comiendo bocaditos de pescado y marisco conforme los saco de la piedra caliente.
A la mañana siguiente, desde el asiento del copiloto del taxi-brousse (versión malgache del omnipresente minibús con pasajeros dentro, más o menos apretados, y equipaje sobre el techo, más o menos asegurado, según el país de África de que se trate pero que en todos los casos exige un madrugón ridículo) el paisaje de vuelta es variado y pasa del verde muy verde, plagado de arrozales, palmeras y otra vegetación y con agua en abundancia, al bastante seco, con matorrales por única flora y cauces de agua secos o raquíticos. De Morondava a Antsirabe es poco montañoso, con amplias llanuras y extensas mesetas; otro gallo nos cantará en el centro-sur y en el este.
Me hace gracia el nombre del grupo de guarderías privadas "Les Poussins", pollitos más amorosos que los pollos que salen corriendo despavoridos al paso del taxi-brousse que no baja de 80 km/h., bendito asfalto y bendito conductor que nada tiene que ver con el parsimonioso que nos llevó de vuelta a Addis desde Harar (12 horas para 550 km.). Pasamos el tiempo leyendo, escribiendo, entreteniéndonos como podemos, y los últimos 100 km., amenizados por partidillas de Pumba. El total del campeonato de Madagascar será un 2-1 para mí :-)