Descenso del río Tsiribihina - Belo-sur-Tsiribihina - Bekopaka
El suave sonido de las aguas que se abren para dejar pasar la piragua, la luz aún suave de la mañana, la brisa que viene de frente y refresca la piel bajo la camisa, el sol cálido sobre los pies, el silencio roto solo por las voces de los pájaros y el remo al entrar en las aguas pardas, el paisaje y la vegetación que van cambiando poco a poco con los meandros que navegamos, la tranquila actividad cotidiana de algunos lugareños que laboran los pequeños arrozales que salpican las orillas, los juncos que delimitan los sembrados o las trampas para peces, la propia amplitud del río que se abre y se cierra como si se tratase se un acordeón que empuja el espacio y detiene el tiempo. El descenso en piragua por el río Tsiribihina se convierte enseguida en una experiencia placentera y relajante.
(Hasta que empiezan a entrar hilillos de agua y me toca aplicarme de tanto en tanto con una esponja o un culo de botella para devolverla al río y que no se mojen las mochilas, pero esa es otra cuestión y lo que cuenta es el disfrute.)
Al norte dejamos Miandrivazo, el pueblo de entrada al río por donde ya no se puede embarcar desde el último ciclón y donde pasamos la noche de ayer después de una jornada kilométrica desde Antsirabe. Al este, extensas playas de arena y hierba. Al oeste, el verdor de los árboles y los arbustos que marcan el nivel de crecida en la estación húmeda. Hacia el sur, el Tsiribihina nos indica el camino de Belo-sur-Tsiribihina y los Tsingy de Bemaraha.
Recostada sobre mi colchoneta, que descansa sobre mi mochila, la perspectiva es extraña. Desde el plano horizontal el agua se mueve; las orillas y yo, no. Y, sin embargo, a cada remada avanzamos y avanzamos y avanzamos y avanzamos...
Está alto el sol la primera jornada cuando paramos en una orilla para comer a la sombra de un árbol (no comía pepinos desde que salí de España, qué rica ensalada) y algunos niños acuden a los alrededores. Cuando terminamos comprobamos que lo que esperaban era el excedente. Como en Etiopía, cuando hay turistas de acampada el equipo trae y prepara comida como para el doble de gente, no vaya a faltar, y estos niños se dan un minifestín de verduras y arroz.
Las dos piraguas siguen adelante con la ayuda inestimable de los seis bíceps de las tres jotas (Julien rubio, Julien moreno y Jon) y cuando el sol empieza a caer el guía decide hacer noche unos kilómetros antes de las playas de la cascada que estaban previstas como primer campamento. En su lugar, montamos las tiendas sobre la arena un poco retirados de un poblado asentado en la ribera, el equipo empieza a preparar la cena y pasamos un rato con los niños que se nos acercan. Repartimos unos cuantos lápices y jugamos a saltar sobre la arena y enterrarnos los pies, a perseguir a la vazaha (el equivalente malgache del faranj etíope) y, viendo que se agotan los recursos y que va siendo hora de que los peques se vayan a dormir (y nosotros, a cenar tranquilos), me pongo a cantarles "Vamos a la cama que hay que descansar...". Éxito de masas: de los tres a los ocho años, tararean la melodía incansablemente y cotorrean como pueden las sílabas, indicándome una y otra vez que se las repita para mejorar la pronunciación. Tras la cena, con los niños ya durmiendo, suponemos, comienza la función del cielo estrellado en un punto perdido de Madagascar, sin ninguna luz alrededor: la Vía Láctea a plena vista. Durante la noche nos despiertan dos veces los motores de las embarcaciones que pasan río arriba, sin faros ni ningún tipo de alumbrado, a horas bastante intempestivas.
A la mañana siguiente entregaremos a los adultos el jabón y la sal que trajimos y nos despediremos cantando por la familia Telerín y compartiendo la nocilla y la mermelada, que untaremos en pedacitos de pan que sacan de no se sabe dónde, uno detrás de otro sin que parezcan agotárseles nunca. Qué amorosos estos niños, pero caemos en la cuenta de que, al contrario que los adultos e igual que en Etiopía, muchos niños que hemos cruzado se limitan a gritar "¡Vazaha!" y pedir que les des algo: una botella de plástico vacía, caramelos, chocolate, lápices, la goma del pelo, la camiseta... Sin mediar otra palabra, pedirlo "por favor" ni dar jamás las gracias. Cambiamos de enfoque, pues el hecho de que los niños estén tan habituados a recibir de los extranjeros directamente exigiendo, sin ningún pudor y se abalancen cuando ofreces algo para todos, en lugar de tomar su parte y compartir, no solamente es desagradable sino que propicia esta conducta. Por ello, intentaremos a partir de ahora poner en práctica la sana costumbre de no dar nada si no hay al menos un "gracias" por su parte.
Será cuando el sol empiece a subir la segunda jornada cuando lleguemos adonde habríamos dormido la noche anterior si hubiésemos gozado del favor de las corrientes. Por un caminito de arena y rocas pulidas y un par de puentecillos de tablas subimos hasta la piscina natural donde se derrama, en un salto de unos 20 metros, una fenomenal cascada de aguas cristalinas que lamen la piedra blanca que forma el fondo. ¡Qué gozada mojarse por fin después de tantas horas sobre el agua parda del río! Nos masajeamos la espalda con los gruesos chorros que caen, cazamos los arco iris que se dibujan contra el agua, retozamos como chiquillos y aprovechamos como adultos para lavar lo que llevamos puesto, que se seca en un soplo al sol del cálido oeste malgache. Sin duda, otro de los mejores momentos del descenso.
Nos llaman para almorzar y, divertidos, degustamos un abundante aperitivo de lémures pardos. Los sinvergüenzas viven por la zona y han perdido el miedo a los humanos, atraídos por los trozos de plátano que les dan quienes viven a y de la entrada de la cascada y los turistas, amén de lo que puedan robar de algún plato sin vigilancia. Pasamos un buen rato tomando fotos y mirándolos, embobados, antes de comer y proseguir nuestro camino hacia una parada técnica en una aldea donde compraremos pescado fresco para la cena. O no, porque la tienda está cerrada y la parada solo sirve para divertir a algunas chavalas que se nos acercan al grito de "¡Vazaha, vazaha!" y frustrar a otras, particularmente a una pequeña terrorista que intenta sin éxito agarrarme la mano y exhibirme como trofeo y que sale trasquilada de las varias intentonas de vengarse. Pequeño saltamontes.
Para la cena, Julien mata una de las gallinas que nos acompañaban desde Miandrivazo. Sin entrar en detalles, la cena estaba buena y si se presenta la necesidad podremos comer si solo tenemos a mano un pollo vivo.
La tercera jornada pasaremos solo medio día en las piraguas. Desde ellas vemos cómo se aprovecha el terreno rico que queda al descubierto con la bajada del nivel del río para plantar cultivos estacionales, como arroz, maíz y tabaco. Terminada la colecta, el inicio de la estación húmeda trae consigo la crecida del río y esos terrenos vuelven a quedar bajo el agua, que los recicla y los enriquece con el limo que arrastra, abonándolos para la siguiente siembra de forma natural. Limo que se deposita en las orillas estacionales y te sorbe las piernas si lo pisas. Hasta ahora no imaginaba la sensación que producen las arenas movedizas, no me hacía una idea del mecanismo que opera para arrastrarte hacia abajo y succionarte de manera que no puedas escapar; no veas lo que cuesta vencer el vacío...
Las mujeres y algunos hombres se visten con sarones, como en el sudeste asiático, aunque en las orillas del río los rasgos son más africanos que asiáticos, patrón que se repite en la costa y que ha originado las diferencias entre côtiers (habitantes de la costa), más africanos, y merinos, la tribu mayoritaria que vive en las tierras altas y tiene claras raíces asiáticas. Según parece, los rasgos asiáticos y el pelo liso confieren un estatus más elevado e incluso en las ciudades muchas mujeres côtières se alisan artificialmente el cabello buscando una apariencia más asiática y evitar la discriminación.
La riqueza del ecosistema es evidente y vemos multitud de mariposas, martines pescadores, halcones, garcetas, cocodrilos de entre 1,5 y 3,5 metros, urracas, lémures, garzas, lagartos, libélulas, pajaritos de colores, murciélagos con el cuerpo de unos 25 cm. de largo (imagínese la envergadura), cucos, y gran variedad de árboles, entre ellos baobabs hacia el final de la travesía, donde nos espera el 4x4 para continuar por tierra. Por el camino polvoriento me llaman la atención las tumbas rodeadas de un murete de ladrillo que pintan de vivos colores y adornan con dibujos que muestran escenas de la vida del difunto. Así, podemos saber cuál era su oficio y verlos rodeados de sus parientes más cercanos. Simpático, la verdad.
Y llegamos al embarcadero del bac, una suerte de ferry que consiste en dos grandes lanchas a motor unidas por una enorme balsa de madera donde vehículos, pasajeros y mercancías (aromaterapia de pescado seco cuando ya el hambre aprieta) comparten el espacio abierto bajo un sol de justicia, la brisa del río y gotitas en los pies. Tras 40 minutos desembarcamos en Belo y, después de un almuerzo más que tardío pero digno de la estrella Michelín, por calidad y presentación, en el famoso Mad Zébu, consistente en tapa de helado de pimienta verde y ensalada de pescado con hinojo, croqueta de cebú y foie gras, langostinos del Tsiribihina a la parrilla, chupito de ron de frutas y buen café, iniciamos el último tramo de la jornada, largo, pesado y lleno de enormes baches, con destino final en Bekopaka, punto de entrada del parque natural de los Tsingy de Bemaraha.