Turmi - Omorate; tribus Kara y Daasanach
Después de desayunar en el albergue pijo de la zona (entiéndase limpio y retirado de la carretera, en una enorme parcela, pero cuyos empleados duermen en chabolas terroríficas), donde piden una pasta por una habitación, emprendemos camino hacia un poblado Kara. La ruta es larga y aburrida y el guía nos va contando entre cabezadas que son una tribu de pescadores que vive junto al río Omo y de él, aunque sin dejar de lado la cría de ganado y el cultivo de sorgo y mijo.
Dejamos el coche en una cortada de unos 150 metros de caída sobre el río desde donde se ven, río arriba, bastantes máquinas que remueven y allanan la tierra. Al parecer, el gobierno cambió hace unos años la constitución y, donde decía que la tierra pertenece al pueblo, ahora dice que la tierra pertenece al gobierno. Así se aseguran carta blanca para vender terreno a empresas extranjeras por cantidades millonarias, sin compensación alguna para los moradores originales. En este caso, una compañía turca, los mayores proveedores de capital extranjero junto con los chinos, está poniendo una plantación y procesadora de algodón para la que drenarán agua y, con toda probabilidad, verterán al río desechos que podrían afectar al pescado que consumen los Kara.
Teniendo en cuenta que son una de las tribus menos numerosas, con unos 3.600 miembros, en pocas generaciones podrían desaparecer. La sensación que tenemos al visitar el poblado es de completo abandono, de abatimiento, de rendición. No se trata de que la mayoría de la gente esté en el campo o con el ganado y solo haya algunas mujeres y niños con los que intercambiar algunas palabras mediante el guía local, sino de que el poblado no está cuidado, las chozas están decrépitas, está todo dejado. A cientos de kilómetros de todo, el único servicio cercano que hay son unas escuelas de Save the Children, gratuitas hasta los 10 años solamente. La tierra en la que viven ahora, después de abandonar por orden gubernamental la que era suya, es poco fértil. No percibimos la dignidad, el orgullo y el espíritu luchador de los Hamer aquí.
Muchas horas de coche y mala carretera hoy hasta llegar al punto de partida y salir de nuevo hasta Omorate, todo al suroeste, a 20 km de la frontera con Kenya. Tan cerca estamos que hay que presentarse con el pasaporte en la oficina de inmigración: un escritorio, pliegos de papel, cuadernos de notas, una grapadora y algunos clips. Y un mapa de la región con más años que yo. El funcionario anota cuidadosamente nuestros datos en un cuaderno y vemos que el último faranj que pasó por aquí fue un alemán, hace tres días.
Esperamos una hora en la ribera del Omo para cruzar a la otra orilla y visitar a los Daasanach. En este mismo punto montaremos la tienda para pasar la noche; parece ser que las casas de huéspedes de la ciudad dejan bastante que desear, como comprobaremos cuando vayamos a cenar en el patio trasero de un bar, que es el patio comunitario de unas cuantas viviendas, muy humildes. Fuera de una de ellas, a la luz de una bombilla que titila, lejana, a la altura del techo, y con la música altísima del bar de fondo, un chaval se aplicará a repasar sus notas y sus libros con la clara urgencia de un inminente examen.
La canoa en que cruzamos consiste en un tronco horadado y su forma tradicional evita que llegue nunca a darse la vuelta. El Omo arrastra una gran cantidad de limo y en esta zona hay algunos cocodrilos, pero por lo visto conocen a los Daasanach y prefieren no acercarse mucho.
La llegada al poblado, en el que viven unas 350 personas, es desoladora. Es una tierra inhóspita y polvorienta hasta niveles inimaginables; lo primero que nos preguntamos es cuántas dolencias respiratorias habrá entre la población. Todos han vuelto de los campos y reciben ansiosos la visita de los faranji y los birrs (la moneda etíope) que traen con ellos: enjambres de niños sucísimos que se arremolinan a nuestro alrededor y no nos sueltan las manos, los dedos, que hay que repartir, mientras el guía local nos da algunas explicaciones sobre su modo de vida. El polvo omnipresente lo ensucia todo, las chozas ya no están hechas de adobe y madera y paja, sino que se apilan planchas de aluminio en los techos, trozos de plástico, hierba... nos invitan a pasar a una choza tradicional con la puerta más pequeña y estrecha que veremos en el valle del Omo y una entrada en ele, sin duda para intentar dejar fuera algo de polvo, y lo hacemos, a cuatro patas. Dentro reina la oscuridad y cuesta vislumbrar al anfitrión y a su hermano, y allí permanecemos un rato conversando con el guía y con ellos. Forrada de hierba seca, dentro de la choza cantan los grillos que viven en sus paredes y que supongo campan a sus anchas por el pequeño cubículo donde viven el joven anfitrión y su reciente esposa.
De nuevo fuera, mayores y pequeños, pero sobre todo mujeres, adornadas para la ocasión, empiezan a solicitarnos que les hagamos fotos que esperan ver recompensadas en birrs más tarde. Es un circo. En temporada baja de turistas y con, al menos, otro mes y medio por delante hasta la llegada de las lluvias, los recursos escasean. Julien accede sin mucho ánimo, y saca la cámara, mientras yo lo sigo con todos mis niños colgando, regañando de vez en cuando a alguno que le da un manotazo a otro para quedarse él con el dedo. Cada vez que toma una foto, la enseña y se le abalanzan; los niños de más edad me señalan el bolso y me piden "caramel" o "chicle"; un par de adolescentes quieren mi camiseta y mi camisa, ya cubiertas de polvo; una joven me muestra la camiseta inmunda del pequeño que lleva en los brazos y me pide "sabona" (jabón). Un grupo de chicas jóvenes espera su turno y, cuando llega, cantan y bailan improvisadamente mientras Julien, sobrepasado, cede y las filma en vídeo. Esta mañana no quisimos retratar el abandono de los Kara; ahora nos vemos inmersos en este circo de pobreza e indignidad.
Va terminando la visita, vamos aproximándonos a los límites del poblado, se entrega el dinero de la entrada al poblado y de la tarifa plana de fotografía a una mujer que parece gestionar los asuntos de este clan. En los últimos años se cambió a este sistema de pago general al poblado, en lugar de pagos individuales por fotografía, para gestionar mejor los ingresos de forma que beneficien a todo el poblado. Esperamos que así sea, aunque, claramente, algunos, sobre todo mujeres mayores y chicas adolescentes, no están conformes y reclaman el pago individual por los retratos que antes solicitaban. El guía zanja la cuestión antes de que se ponga desagradable y nos ponemos en marcha a tomar de nuevo la canoa para cruzar el Omo hacia el campamento.
Habría estado bien saber que una de las necesidades más acuciantes de este poblado es el jabón, y así se lo hacemos saber a nuestro guía. Acordamos comprarlo la mañana siguiente para que un guía local se lo entregue y llevar también algo para los Mursi, que están muy aislados de cualquier comercio.
La mejor sorpresa del día es poder quitarnos todo el polvo de la zona y vestirnos de limpio. En las duchas públicas de Omorate, unas ranitas nos acompañan mientras nos lavamos con agua drenada del propio río Omo.