Omorate - Turmi - Dimeka - Jinka - Parque Nacional Mago; tribu Mursi
Escapamos de la polvorienta Omorate con el objetivo de reunirnos esta noche con los Mursi en uno de sus poblados en el parque nacional Mago.
Hacemos el desayuno en Turmi y una parada técnica en Dimeka, territorio Hamer, donde una mujer de la tribu me hace señas amigablemente para que me baje del coche. Es muy efusiva e intercambiamos algunas risas, gracias también a la traducción de nuestro conductor, y finalmente nos sacamos un par de fotos. Le doy una pequeña propina y está tan agradecida que me pinta las mejillas de teja con el tinte de su pelo: ¡ya soy Hamer! :D
Paramos a comer en Jinka y el guía nos deposita en el Museo del Centro de Investigación del Omo Sur mientras hace algunas compras para la noche que pasaremos con los Mursi. Bueno, nos deposita más bien en el principio de la empinada cuesta arriba que lleva al Museo y que resulta estar cerrada al tráfico por obras. Allá que vamos... y está cerrado. Domingo. Por media hora. Hemos quedado con el guía y el conductor en una hora y la ubicación del Museo es excelente: sobre una colina con amplias vistas a la ciudad, al valle y a las colinas que tienen detrás. Todo es verde y precioso y nos sentamos a descansar y disfrutar de este ratito de asueto sin coche.
De vuelta en la carretera, nos adentramos en los aún más verdes parajes del parque nacional Mago y sus montañas. Las vistas de los valles son espectaculares, la selva es frondosa y tupida y las tonalidades de verde son de un esmeralda insospechado. Por el camino cruzamos varios ríos y vemos algunos monos e infinidad de aves; mañana intentaremos ver más animales en la sabana que se oculta detrás de las montañas.
En esta tierra rica que les da todo cuanto necesitan (o casi) viven los Mursi desde tiempo inmemorial. A la mayoría nos suena haber visto en la tele mujeres con el labio inferior perforado y un enorme plato de arcilla insertado en él. Espigados, de músculos alargados y porte a la par sencillo e imperial, nos acogen en su poblado y nos muestran su modo de vida. Abundan las vacas y, por tanto, las moscas, y ambas se pasean tranquilamente por el poblado dejando sus restos a su paso. Tienen una estructura social muy definida en torno a la defensa de la tribu frente a otras tribus con las que están permanentemente en conflicto, como los Ari, y frente a las hienas que merodean el ganado por las noches. Por eso, los hombres se convierten en centinelas desde muy jóvenes y suelen ir armados con un kalashnikov, especialmente cuando montan guardia. De hecho, el jefe de este clan pasará la noche con nosotros, a las afueras del poblado, para garantizar que, como sus invitados, estamos protegidos.
Instalamos la tienda bajo un árbol y damos un pequeño paseo antes de que caiga el sol. El guía local nos acompaña y nos muestra el redil de las vacas, las marcas, con diseños tribales, con que las identifican, el ordeñado a mano de la leche que consumen en el día... se escapa un pequeño de no más de dos años con un minúsculo cabritillo en los brazos; se detiene, mirándonos fijamente, mientras lo acuna como lo han de acunar todavía a él. Este poblado, más lejano, recibe menos turistas pero, aún así, nos explican que en temporada alta vienen faranji casi todos los días. Hay clanes que se han establecido junto a las carreteras principales del parque para ofrecer un acceso más fácil y rápido a los coches de turistas y esta hiperactividad está cambiando su forma de vida: hay miembros de esos clanes que empiezan a dejar de ocuparse de los campos y el ganado y pasan el rato bebiendo mientras esperan la siguiente propina del siguiente posado.
Las familias comienzan a reunirse para cenar y nosotros hacemos lo propio; es extraño pasearse así por poblados, en mitad de las casas y de la vida de gente que hace la mayor parte de la vida fuera. Nos sentimos intrusos y no nos apetece molestar. De vuelta al campamento, un par de chicos Mursi se sientan con nosotros y pasamos un buen rato enseñándonos mutuamente los nombres de los números y las partes del cuerpo en Mursi, francés y español. En ambos idiomas europeos estos chicos tienen una dicción realmente buena, sobre todo en francés.
Hacemos una cena frugal en torno a un agradable fuego y, tras compartir el tej y comprobar que hay bichos estúpidos de necesidad que saltan al fuego en plan kamikaze, nos vamos a dormir. Por la mañana me sorprende el estruendo de lo que se diría es un enjambre de cientos de moscas rabiosas que sobrevuelan la tienda de camino a algún lugar. El zumbido pasa después de un rato; efectivamente, acaban de llevarse el ganado a pastar.
Lo mejor de la mañana llega tras un rato de coche y otro de camino bajo el sol tempranero de la sabana oculta entre montañas: zebras. Por todas partes. A unos 150 metros ya nos están mirando fijamente, con las orejas orientadas hacia nosotros y la cola batiéndose cual péndulo. A menos, empiezan a moverse y terminan por echar una carrerita y cambiar de lugar, mejor si la dirección del viento las alerta de nuestra presencia sin necesidad de vigilar demasiado. Hay cientos de ellas paseándose y pastando en grupos de unas 20. Es una sensación nueva que me llena poder estar en el medio natural de bichos que solo he visto por la tele. Todo era tan lejano y ahora estoy aquí.