Lalibela
Ni siquiera es su nombre, sino el apodo con que lo conocen sus amigos. Eyayaw tiene 17 años y hace diez que vive en Lalibela. Nació a unos 40 km., en un poblado cercano a la apartada iglesia de Yemrehanna Kristos.
Sus padres y su hermano pequeño aún viven allí, con el burro de la familia, tal vez algo de ganado y los cultivos con que subsisten y que de vez en cuando traen al mercado en una larga jornada de siete horas de camino a pie en un solo sentido.
Aparenta ser menor de lo que es, no solo físicamente sino también por la candidez de su conversación. Pega la hebra cuando salimos del recinto de las iglesias excavadas en la roca y nos pregunta muy educadamente si puede practicar su inglés con nosotros.
Y empezamos a caminar. Y nos contamos cosas. Acaba de terminar el último año de instituto el segundo de su clase y el próximo curso empezará la escuela preparatoria para la universidad. Es consciente de los problemas de abastecimiento y saneamiento hídricos que tiene Etiopía y quiere ser ingeniero hidráulico. Así, nos explica con gran ilusión en los ojos, a lo mejor dentro de unos años el agua potable y corriente llega a todo el mundo en su país.
Las cuestas de Lalibela no tienen nada que envidiar a las de Jaén y, después de un rato ya cuesta arriba, aparece un barecillo providencial. Lo invitamos a sentarse con nosotros para seguir charlando y, emocionado, pide una Coca-Cola (aunque le traen Pepsi, eso es universal).
La educación es pública, por eso puede permitírsela, pero vive en una chabola alquilada con su abuela y trabaja limpiando zapatos y, a veces, buscando y vendiendo leña para contribuir al escaso presupuesto familiar. Es el segundo nieto que acoge su abuela para que pueda estudiar porque en el campo todas las manos son pocas; la primera fue Tiruye, su hermana de madre, dos años mayor que él. Ella también terminó el instituto, hace dos años, pero sus notas no fueron tan buenas y no obtuvo la beca para la preparatoria. Claro, que ella, además de estudiar, trabajaba en la casa y fuera, por lo que no podía dedicar tanto tiempo a estudiar. Ahora lava ropa en las casas de la gente pudiente y, aunque aún es joven, esperará a que su hermano termine de estudiar para plantearse siquiera casarse porque el presupuesto de los tres y las tareas domésticas no se sostienen sin ella. En mitad del relato nos dice que su abuela va a estar muy agradecida por cómo lo estamos tratando y nos propone que vayamos a tomar café a su casa al día siguiente.
Todo esto Eyayaw nos lo cuenta con una candidez y una naturalidad extremas, mientras se esfuerza por encontrar las palabras más adecuadas en el esperanto del siglo XXI. Le interesa mucho aprender a expresarse bien en inglés y los domingos pasa un rato conversando con la profe del instituto para seguir puliendo. Y no es para menos: cada tres años, profesores y estudiantes de la Universidad de Oxford visitan el país y se llevan con ellos a unos pocos elegidos. Y él tiene claro que su objetivo es conseguir esa beca para hacer realidad su sueño. No tiene miedo al esfuerzo ni se siente menos por no tener recursos; eso lo dan la educación pública y un sistema que premia a los mejores. E intuimos que son valores que también le inculcan en casa.
Sus amigos están jugando al fútbol pero él no se les une a menudo porque con las chanclas que tiene no puede jugar. Terminados los refrescos, nos encamina al hotel por un atajo mientras nos enseña algunas frases útiles en amárico; también nosotros le hemos enseñado, más bien confirmado, algunas frases en español y en francés que ha aprendido en un librito que tienen en el instituto.
Sus ganas de aprender son notables y nos merecen una pequeña beca, una mínima contribución. La sorpresa y el agradecimiento son tan sinceros como profundos. Insiste en que al día siguiente vayamos a su casa a tomar café, con su ceremonia y sus tres tazas por barba.
Y allí está al día siguiente, esperándonos a la salida de Bete Gyorgis, la última y más famosa iglesia de Lalibela. En un barrio de chabolas, nos conduce hasta su casa: unos 17 metros cuadrados para tres personas con una cama en alto bajo la que se acumulan trastos, que suponemos comparten la abuela y la nieta, dos polletes que hacen de asientos, sobre uno de los cuales imaginamos que duerme él, una estantería con algunos utensilios de cocina, y una ventanita en una pared lateral por donde asoma una bombilla halógena que comparten con el vecino y casero. Bajo la luz, una mesita donde estudia, un cuaderno sin tapas y un buen diccionario enciclopédico monolingüe de la misma universidad donde quiere estudiar.
La abuela no está pero suple su ausencia con un regalo: dos chales para la oración con los colores tradicionales (bordados celestes sobre fondo de algodón blanco) como muestra de agradecimiento por el trato que hemos dado a su nieto y por la pequeña contribución. Eyayaw nos cuenta que ahora podrán pagar el préstamo con que abonan el alquiler y estar algo más desahogados.
Es Tiruye quien prepara el café (hasta ahora no hemos visto a ningún hombre protagonizar la ceremonia del café) mientras él va a buscar los platitos para las tazas a casa del vecino. Hierven el café con una pizca de sal y lo toman con mucha azúcar, y bebemos las tres tacitas que, como mínimo, hay que aceptar cuando alguien te invita a su casa.
Pasamos un rato agradable, entre charlas y definiciones del diccionario, al abrigo del que tiene pinta de ser el primer gran chaparrón de esta estación lluviosa que está empezando. Eyayaw, todos los chicos y chicas de su edad que, como él, han podido estudiar, es el futuro de esta Etiopía en que modernidades como la imprenta o la electricidad no aterrizaron hasta bien entrado en siglo XX y que despega hacia el XXI entre diplomáticos, ONG, faranji y empresas internacionales aupada por sus burros, su tef y el esfuerzo de sus gentes.